RICARDO MERCADO LUNA





FILEMÓN GÓMEZ, EXISTE?
A Gastón, mi hijo.

Hace tiempo que busco a Filemón Gómez. Creo que vengo buscándolo desde antes de saber cómo se llamaba. Más precisamente desde la época de mis primeras incur¬siones por la zona de los Llanos riojanos.
Debo aclarar sin embargo, que la búsqueda comenzó a gobernar decisiones y propósitos recién a partir del día en que escuché por primera vez su nombre y palpé, al mismo tiempo, ese algo parecido a su presencia...
Fue así: Después de una larga recorrida a caballo, nos habíamos detenido frente a un viejo rastrojo. Examiná¬bamos la divisoria:
—A éste, de cerco medianero, sólo le queda el nombre.
—Sí. Tal como está, no ataja nada. Las ramitas que de vez en cuando le tiran encima apenas se notan.
Mis dos acompañantes habían dictaminado y ahora aguardaban mi parecer bajo el mismo techo de silencio y lejanías que nos detectaba como extraños, como impre¬vistos y, por eso mismo, nos achicaba en la inmensidad del agreste paisaje.
Miro el estado de abandono de la divisoria. Ciertamen¬te da pena ver esas ramas ennegrecidas y exhaustas bajo el peso de los años. Y más pena aún, el contemplar de tanto en tanto, aquellos ramilletes de ramas verdes colo¬cados cual ofrenda póstuma sobre un cuer¬po desarticulado y muerto. Esos débiles intentos conser¬vatorios del cerco, hablan de manos temblorosas; de una vida ya gastada; de cansancio y pesadumbres. Pero ha¬blan también de una vocación de permanencia, de irrenuciabilidades, de incuestionable insistencia...
—Bueno. ¿Y a quién debo ver para que arreglemos esta medianera?
—Filemón Gómez se llama. Es muy andariego el hom¬bre, y vive en Malanzán —, contesta uno.
—Trataré de hablar con él —, digo. Y mi cansancio acorta las riendas impulsando movimientos en una clara invitación a emprender el regreso. Me vuelvo pensando en el nombre que encon¬tré para el hombre que buscaba.
Polvo reseco. Nubecillas de tierra jugando a las es¬condidas entre las patas de los animales. Calor y viento seco. Desgano de la palabra. Soltura de la imaginación: un arroyo viniendo a nuestro encuentro. Sobre las pie¬dras reales, el agua imaginaria corriendo y saltando. Ra¬mas que saludan con demasiada confianza; algunas, palmoteando sin recato los guardamontes; otras, más atre¬vidas aún, estirando sus brazos hasta los brazos que sostie¬nen las riendas. Siesta en los llanos riojanos. A pleno sol y sin el auxilio de una vasija para apagar la sed.
De vuelta a mi trabajo en la ciudad, sigo pensando en Filemón Gómez. Ya sentado frente al escritorio aparto papeles, busco una hoja en blanco y le escribo a su casa de Malanzán: “El próximo domingo iré para con¬versar sobre el terreno por el asunto de nuestras colindancias”. Y me quedo meditando. Viajo con la carta un largo rato antes de sumergirme en la monotonía de los días hábiles de la semana.
Llega por fin el domingo. Preparativos diligentes. Veloz viaje. Rápidas ensilladas. Y aquí estoy, todavía con el sol en ascenso, merodeando por la divisoria. El interés de entrevistarme con Filemón Gómez ha crecido. Y a esta altura ya no dudo que el tema de la medianera de nuestros campos es apenas un pretexto. Mi real propósito es conocer a este hombre, hablar con él… Intuyo respuestas para descifrar —aunque sólo yo me entienda— esa especie de presencia que percibo en el aire, en los pájaros, en los silencios de estas soledades.
El día avanza. El sol ya está sobre nuestras cabezas. De tanto en tanto miro a la lejanía improvisan¬do viseras con las manos. Filemón Gómez no aparece. La espera resulta infructuosa. No queda otra alternativa que regresar. Propongo hacerlo por Atiles. Me atrae ese pueblo muerto, resucitando cada día, en el agüita que serpentea sus soledades, to¬mando de la mano a moradores de uno y de otro lado, para que no se vayan del todo.
Entramos en Atiles. Y no bien transpuesta la primera finquita, noticias de Filemón Gómez: “Sí, estuvo aquí. Dice que lo disculpen por no haberse llegado hasta el rastrojo...” El mensaje continúa, pero ya no presto atención a los detalles, y, olvidando que no conozco al hombre que busco, alzo el cuello disimuladamente, parándome en los estribos: patios humedecidos a la vista; en algunos, mujeres y niños —también con sus cuellos alzados— mirándonos con curiosidad; en otros, caballos a la espe¬ra de sus ensillados. En casi todos ellos, gallinas corre¬teando por su cuenta, o por cuenta del fastidio puesto de pie para ahuyentarlas. Pero, de Filemón Gómez, nada. O, mejor dicho, nada de algo que lo supusiera.
—¿Así que anda por Atiles?, ¿y en qué casa pre¬guntamos por él?
—Bueno, en realidad estuvo de paso. Sólo entró para dejar el recado. En seguidita nomás se metió al monte a ver las trampas.
—¿Las trampas?, ¿qué trampas?
—Y, las del león. Qué otras...
Filemón Gómez se esfumaba nuevamente. Los caba¬llos huellaban la senda del regreso y mi frustración se consolaba ensayando imágenes del hombre buscado: ¿có¬mo sería? Acaso no muy viejo. ¿O, tal vez, un viejo ágil como para andar detrás de los leones?.. Es posible que use vincha bajo el sombrero como sus antepasados. Seguramente, de pocas palabras y ademanes lentos. Sin duda su mirada transpa¬rente y su tez blanca, aunque muy curtida, corroborarían una vez más que la sangre española ha corrido casi incon¬taminada por las venas del tiempo de los Llanos riojanos (Atiles iba quedando atrás, solo, olvidándose a sí mismo…), quizás el plantón de su estampa, aunque sea contem¬plándola desde lejos (si, mejor desde lejos, con un recor¬te de paisaje y un poco de viento, y el ruido de ese vien¬to estrellándose contra sus ropas), produzca una sensa¬ción más vívida de retornar en el tiempo, y reencontrarse con aquella existencia rural, antes de la tala de los bos¬ques, de los hombres, y de las almas; antes de que desa¬parecieran los arreos para Chile entre gritos y risotadas de vidas satisfechas; antes del ferrocarril; antes del arrumbamiento de los telares; de la muerte de la artesanía y del color y de la risa; antes de este sol tan fuerte; de esta tierra tan reseca; de estos jarillales emperrados con el verde; de este cansancio de cabalgar monotonías, por estos senderos sin porvenir, tristes, moribundos...
Ladridos —recibiendo al grupo de hombres y bestias— anuncian el fin de la jornada y de un nuevo intento por encontrar a Filemón Gómez.
Cuando desensillamos, ya tenía tomada una decisión: ir directa¬mente a su casa de Malanzán.
Así pues, el siguiente fin de semana desperté muy tem¬prano en el campo. No esperé por caballos. La gente dor¬mía aún. Subí al viejo Ford y enderecé en busca de la ru¬ta a Malanzán. Estuve allí como a las nueve de la mañana. Sorteando las gambetas de sus calles de tierra, seguí por una no muy larga, siempre escoltado por una acequia exagerada¬mente cantarina. Detrás de su iglesita, después de bajar y subir una profunda hondonada, encontré la casa de Fi¬lemón Gómez. Golpeé las manos. Parecía no haber nadie.
Golpeé otra vez y salió una niñita:
—Ya viene mi mamá —, dijo a modo de saludo. En efecto, una señora se hacía presente poco después. Avanzaba con ademanes de haber estado secándose las manos, o algo así. Saludé, y le anuncié a quién buscaba.
—¡Ay!, no está —, me dijo— hace un ratito se fue para la sierra a campear unos animales.
Mi frustración se parecía a la pena, frente al nuevo de¬sencuentro.
—¿Regresará hoy?
—Sí. Pero, seguramente, muy a la entrada del sol.
—Volveré —, me escuché decirle (la obsesión, que se ha¬bía instalado en lugar de la curiosidad primera, saltó con la respuesta). Dejé las cosas así. Me fui hasta Portezuelo, donde ocupé el tiempo con puros pretextos; y por su¬puesto volví al anochecer.
La oscuridad derrochada casi con violencia hacia am¬bos lados del automóvil, y esas luces alzadas lejos, muy lejos —reproduciendo choques silentes contra curvas, hondonadas y laderas— me hacía sentir como desplegando un vuelo nocturnal entre paredes abismales, lanzando hacia la perforación de un misterio, (el recorrido de Portezuelo a Malanzán de noche, siempre me produce la misma sensación).
Llegué. Llamé (ahora sentía una especie de temor de encontrarlo). Esperé nuevamente… (en realidad, creo que estaba deseando no encontrarlo). La niñita primero (“to¬davía estoy a tiempo de irme”, pensé, pero no hice nada por moverme); la mujer de las manos a medio secar después; y, por fin, palabras para mi expectativa:
—Mire, ¿usted sabe? Vino. Pero como no pudo con un to¬ro medio malo, lo dejó atado para poder bajar los otros. Y ahora se ha vuelto a guerrear con el remolón, porque tiene miedo que esta noche le corte el cabestro... Disculpe... ¿sabe?
Mientras escuchaba la accidentada explicación, había estado tenso, con evidente temor de enfrentarme a Filemón Gómez; de toparme con la realidad de su existencia, de poner fin a tantas imaginaciones por él convocadas.
Saludé apresuradamente, una suerte de conformismo comenzó a aflojar los músculos, a disminuir el ritmo de la respiración, a calmar la intensa agitación interior. Cuando llegué al automóvil, era una especie de alegría la que me embargaba. Sólo después, un buen rato después, y ya circulando sin tiempo entre los muros abismales, despuntó el asomo del entendimiento: hechura de nos¬tálgicos ancestros; de trinos de pájaros libres, de tierrales cargados de historia, el Filemón Gómez que yo buscaba no podía ser hallado de otro modo. Existía, sí. Pero allá arriba, pastoreando los misteriosos silencios de esta zo¬na rural. Allá, trajinando con su toro malo, cómplice de la vocación de eternidad que lo sostiene. Allá, en la evocación de su innecesario sombrero rozando el cielo ahora dormido. Allá. Solo. Con su inconsolable insisten¬cia de seguir viviendo antes del ferrocarril, antes de la ta¬la de los bosques; y de los hombres; y de las almas aquí en La Rioja.
RICARDO MERCADO LUNA
(Primer Premio Concurso "Provincia de La Rioja"- 1983)

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