CUENTOS



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ADRIANA PETRIGLIANO


BREVE HISTORIA NUMERADA




Cuando levantó la mano hasta el lugar correcto, aparecieron… mejor dicho, lo supo.

Cayeron sobre su espalda, categóricas, rotundas, las cifras.

La boca, en una mueca de dolor, quiso pronunciar la última de las 123.205.340 palabras que le fueron dadas. Pero sólo pudo pensarla. La palabra fue “mierda” (podría haber sido más dulce, más clara, una palabra que perdurara en la memoria si alguien pudiera escucharla. Pero no, fue ésa: mierda).

Luego sintió ese olor agrio, como de estación de trenes, que siempre había subido desde las piernas de todas las mujeres que tuvo, que le fueron entregando algo parecido al amor. 4.239 veces, ni una más ni una menos. Un olor agrio que sin embargo tenía la belleza de lo cierto, la confirmación de la vida… 4.239 veces… ¿por qué llegó hasta él ése y no otro olor. Eso no lo sabía, pero sí supo que su piel no era la misma. Que se la habían ido arrancando, por lo menos, 12 veces, sin piedad, sin urgencias, en fino polvo, en extenuadas escamas, en caricias que se desprendían huyendo de él y que si uno quería, podía ver, a través del sol de cualquier tarde. Supo que 12 veces había renacido. Aquí se dio cuenta de manera brutal que las primeras personas amadas no estaban en su piel. De allí también se habían marchado. Allí tampoco las encontraría.

En ese preciso instante, minúsculo, quieto, una lágrima cayó.

Fue la última. La que determinaba los 61 litros de ¿penas? ¿tristezas? ¿dolores? ¿broncas? Que lo habían atravesado. 61 litros… y como en un juego extraño su mente las guardó en azules botellas, verdes botellas, blancas botellas de lágrimas, vivas, muertas, lloradas, arrancadas de cuajo, derramadas, desbarrancadas… ni un litro más ni un litro menos. Lo asignado.

El hombre tuvo tiempo de saber que los 24.887 km caminados, no lo habían llevado a ninguna parte, o que sólo lo habían acercado a este lugar. A esta palabra. Y tuvo un cansancio nuevo.

Un cansancio que fue subiendo por los huesos (que tampoco eran los mismos).

Su cabeza golpeó contra el piso (baldosas amarillas, con arabescos marrones, gastadas, pulidas, suaves) y al chocar, el primer recuerdo, el que nunca se pierde, regresó (un susurro un aleteo un crujido roces gozo espasmo herida luz el universo alas resistencia dolor sangre aguas sin profundidad pero profundas océanos tibios de madre origen espera final y el llanto el grito la primera palabra que no se pronuncia y permanece hasta llegar a ésta, la última) allí estaba ese recuerdo, ahuecando la imagen de baldosas pulidas.

Y el cansancio derribó en él antiguas paredes y preguntas.

¿para qué, al fin? ¿para quién?

Nunca supo porqué supo, definitivamente, sin duda alguna, que durante toda su vida, 40 toneladas de basura había creado él sólo, sin ayuda. Vaciando. Vaciándose, arrojando y arrojándose. ¿para qué? ¿para llegar a esta palabra?

Supo también con una certeza de cuchillos, que los caminos recorridos jamás le habían mostrado este final y que los 104.390 sueños soñados, no le habían anticipado nada.

Cifras, números, datos que sólo caían sobre él. Que eran él.

Datos que nunca quiso saber y que sin embargo sabía.

Cifras que acercaron la boca a la baldosa, la palabra a la boca, la lágrima a su última botella… entonces parpadeó.

Ese parpadeo fue el último de los 415.000.128 asignados, y algo parecido a un vapor húmedo se escapó de su boca entreabierta, y nada más.

La palabra mierda, no fue dicha, y entonces no se sumó a los millones y millones de palabras que retumban en algún sitio, de las que nadie se hace cargo, palabras desmadradas que nadie volverá a escuchar, pero que permanecen intactas, redondas, planas, suaves, mordaces, vírgenes, raposas, salobres y oscuras o brillantes.

Dejando muy quieta la mirada en ningún lugar, el hombre murió.
Al otro día, siguieron las cifras adueñándose de su historia:

-fue el suicidio Nº…provocado por la depresión…

-fue el Nº tal provocado por arma de fuego…

-fue el Nº tal ocurrido a las 19,48, hora estipulada como la de mayor incidencia en la conducta suicida…

-fue el trámite municipal Nº…



Todo esto el hombre ya no lo supo.

De las 1.700 personas que conoció a lo largo de toda su vida sólo supieron de su muerte aproximadamente 30, se conmocionaron unas 12, se entristecieron 8 y lloraron por él, verdaderamente, 4.



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Según un estudio realizado en universidades alemanas, un hombre que vive aproximadamente 78 años:






-pronuncia 123.205.340 palabras


-tiene 4.239 relaciones sexuales


-cambia su piel, completamente , 12 veces.


-derrama 61 litros de lágrimas.


-camina 24.887 km.


-lo más viejo que posee es su primer recuerdo.


-genera 40 toneladas de basura.


-tiene 104.390 sueños.


-parpadea 415.000.128 veces.


-conoce a 1.700 personas.

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DATOS DE LA AUTORA:




Nació en Capital Federal y reside en La Rioja desde 1972.

Es autora de los guiones del programa “¿Y éstos quiénes son?” y Documentales del 9, con los que obtuvo el Premio Brodcasting a la excelencia en 1997.

Dirigie talleres de lectura y escritura para niños, jóvenes y adultos en Biblioteca Mariano Moreno. Su dedicación a la infancia la hizo merecedora, en 1986, del Premio CONFER “El niño y la familia” por su “Proyecto para incentivar el hábito de la lectura” desde espacios radiofónicos y publicaciones en periódicos locales. Se desempeñó como capacitadora de los talleres destinados a Bibliotecarios Escolares de la provincia, a través del Plan Nacional de Lectura y es también creadora de las Colecciones “Huayrapuca” y “Contra el viento”, publicaciones de difusión de literatura riojana.

Ha obtenido premios y distinciones en narrativa y poesía, entre ellos, el 1º Premio del Concurso de la Feria del Libro La Rioja 2008, con el cuento “Breve historia numerada”.

Además del poemario “Con probabilidades de melancolía”, editado en colaboración, es autora de las siguientes obras:

Cebollas en Juliana (poemas); Papelitos para Pedro (prosa); Los días de octubre (poemas); El libro de la tarde (poemas); Cuentos de los poetas (cuentos); Pequeños (cuentos)




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RICARDO MERCADO LUNA





FILEMÓN GÓMEZ, EXISTE?
A Gastón, mi hijo.

Hace tiempo que busco a Filemón Gómez. Creo que vengo buscándolo desde antes de saber cómo se llamaba. Más precisamente desde la época de mis primeras incur¬siones por la zona de los Llanos riojanos.
Debo aclarar sin embargo, que la búsqueda comenzó a gobernar decisiones y propósitos recién a partir del día en que escuché por primera vez su nombre y palpé, al mismo tiempo, ese algo parecido a su presencia...
Fue así: Después de una larga recorrida a caballo, nos habíamos detenido frente a un viejo rastrojo. Examiná¬bamos la divisoria:
—A éste, de cerco medianero, sólo le queda el nombre.
—Sí. Tal como está, no ataja nada. Las ramitas que de vez en cuando le tiran encima apenas se notan.
Mis dos acompañantes habían dictaminado y ahora aguardaban mi parecer bajo el mismo techo de silencio y lejanías que nos detectaba como extraños, como impre¬vistos y, por eso mismo, nos achicaba en la inmensidad del agreste paisaje.
Miro el estado de abandono de la divisoria. Ciertamen¬te da pena ver esas ramas ennegrecidas y exhaustas bajo el peso de los años. Y más pena aún, el contemplar de tanto en tanto, aquellos ramilletes de ramas verdes colo¬cados cual ofrenda póstuma sobre un cuer¬po desarticulado y muerto. Esos débiles intentos conser¬vatorios del cerco, hablan de manos temblorosas; de una vida ya gastada; de cansancio y pesadumbres. Pero ha¬blan también de una vocación de permanencia, de irrenuciabilidades, de incuestionable insistencia...
—Bueno. ¿Y a quién debo ver para que arreglemos esta medianera?
—Filemón Gómez se llama. Es muy andariego el hom¬bre, y vive en Malanzán —, contesta uno.
—Trataré de hablar con él —, digo. Y mi cansancio acorta las riendas impulsando movimientos en una clara invitación a emprender el regreso. Me vuelvo pensando en el nombre que encon¬tré para el hombre que buscaba.
Polvo reseco. Nubecillas de tierra jugando a las es¬condidas entre las patas de los animales. Calor y viento seco. Desgano de la palabra. Soltura de la imaginación: un arroyo viniendo a nuestro encuentro. Sobre las pie¬dras reales, el agua imaginaria corriendo y saltando. Ra¬mas que saludan con demasiada confianza; algunas, palmoteando sin recato los guardamontes; otras, más atre¬vidas aún, estirando sus brazos hasta los brazos que sostie¬nen las riendas. Siesta en los llanos riojanos. A pleno sol y sin el auxilio de una vasija para apagar la sed.
De vuelta a mi trabajo en la ciudad, sigo pensando en Filemón Gómez. Ya sentado frente al escritorio aparto papeles, busco una hoja en blanco y le escribo a su casa de Malanzán: “El próximo domingo iré para con¬versar sobre el terreno por el asunto de nuestras colindancias”. Y me quedo meditando. Viajo con la carta un largo rato antes de sumergirme en la monotonía de los días hábiles de la semana.
Llega por fin el domingo. Preparativos diligentes. Veloz viaje. Rápidas ensilladas. Y aquí estoy, todavía con el sol en ascenso, merodeando por la divisoria. El interés de entrevistarme con Filemón Gómez ha crecido. Y a esta altura ya no dudo que el tema de la medianera de nuestros campos es apenas un pretexto. Mi real propósito es conocer a este hombre, hablar con él… Intuyo respuestas para descifrar —aunque sólo yo me entienda— esa especie de presencia que percibo en el aire, en los pájaros, en los silencios de estas soledades.
El día avanza. El sol ya está sobre nuestras cabezas. De tanto en tanto miro a la lejanía improvisan¬do viseras con las manos. Filemón Gómez no aparece. La espera resulta infructuosa. No queda otra alternativa que regresar. Propongo hacerlo por Atiles. Me atrae ese pueblo muerto, resucitando cada día, en el agüita que serpentea sus soledades, to¬mando de la mano a moradores de uno y de otro lado, para que no se vayan del todo.
Entramos en Atiles. Y no bien transpuesta la primera finquita, noticias de Filemón Gómez: “Sí, estuvo aquí. Dice que lo disculpen por no haberse llegado hasta el rastrojo...” El mensaje continúa, pero ya no presto atención a los detalles, y, olvidando que no conozco al hombre que busco, alzo el cuello disimuladamente, parándome en los estribos: patios humedecidos a la vista; en algunos, mujeres y niños —también con sus cuellos alzados— mirándonos con curiosidad; en otros, caballos a la espe¬ra de sus ensillados. En casi todos ellos, gallinas corre¬teando por su cuenta, o por cuenta del fastidio puesto de pie para ahuyentarlas. Pero, de Filemón Gómez, nada. O, mejor dicho, nada de algo que lo supusiera.
—¿Así que anda por Atiles?, ¿y en qué casa pre¬guntamos por él?
—Bueno, en realidad estuvo de paso. Sólo entró para dejar el recado. En seguidita nomás se metió al monte a ver las trampas.
—¿Las trampas?, ¿qué trampas?
—Y, las del león. Qué otras...
Filemón Gómez se esfumaba nuevamente. Los caba¬llos huellaban la senda del regreso y mi frustración se consolaba ensayando imágenes del hombre buscado: ¿có¬mo sería? Acaso no muy viejo. ¿O, tal vez, un viejo ágil como para andar detrás de los leones?.. Es posible que use vincha bajo el sombrero como sus antepasados. Seguramente, de pocas palabras y ademanes lentos. Sin duda su mirada transpa¬rente y su tez blanca, aunque muy curtida, corroborarían una vez más que la sangre española ha corrido casi incon¬taminada por las venas del tiempo de los Llanos riojanos (Atiles iba quedando atrás, solo, olvidándose a sí mismo…), quizás el plantón de su estampa, aunque sea contem¬plándola desde lejos (si, mejor desde lejos, con un recor¬te de paisaje y un poco de viento, y el ruido de ese vien¬to estrellándose contra sus ropas), produzca una sensa¬ción más vívida de retornar en el tiempo, y reencontrarse con aquella existencia rural, antes de la tala de los bos¬ques, de los hombres, y de las almas; antes de que desa¬parecieran los arreos para Chile entre gritos y risotadas de vidas satisfechas; antes del ferrocarril; antes del arrumbamiento de los telares; de la muerte de la artesanía y del color y de la risa; antes de este sol tan fuerte; de esta tierra tan reseca; de estos jarillales emperrados con el verde; de este cansancio de cabalgar monotonías, por estos senderos sin porvenir, tristes, moribundos...
Ladridos —recibiendo al grupo de hombres y bestias— anuncian el fin de la jornada y de un nuevo intento por encontrar a Filemón Gómez.
Cuando desensillamos, ya tenía tomada una decisión: ir directa¬mente a su casa de Malanzán.
Así pues, el siguiente fin de semana desperté muy tem¬prano en el campo. No esperé por caballos. La gente dor¬mía aún. Subí al viejo Ford y enderecé en busca de la ru¬ta a Malanzán. Estuve allí como a las nueve de la mañana. Sorteando las gambetas de sus calles de tierra, seguí por una no muy larga, siempre escoltado por una acequia exagerada¬mente cantarina. Detrás de su iglesita, después de bajar y subir una profunda hondonada, encontré la casa de Fi¬lemón Gómez. Golpeé las manos. Parecía no haber nadie.
Golpeé otra vez y salió una niñita:
—Ya viene mi mamá —, dijo a modo de saludo. En efecto, una señora se hacía presente poco después. Avanzaba con ademanes de haber estado secándose las manos, o algo así. Saludé, y le anuncié a quién buscaba.
—¡Ay!, no está —, me dijo— hace un ratito se fue para la sierra a campear unos animales.
Mi frustración se parecía a la pena, frente al nuevo de¬sencuentro.
—¿Regresará hoy?
—Sí. Pero, seguramente, muy a la entrada del sol.
—Volveré —, me escuché decirle (la obsesión, que se ha¬bía instalado en lugar de la curiosidad primera, saltó con la respuesta). Dejé las cosas así. Me fui hasta Portezuelo, donde ocupé el tiempo con puros pretextos; y por su¬puesto volví al anochecer.
La oscuridad derrochada casi con violencia hacia am¬bos lados del automóvil, y esas luces alzadas lejos, muy lejos —reproduciendo choques silentes contra curvas, hondonadas y laderas— me hacía sentir como desplegando un vuelo nocturnal entre paredes abismales, lanzando hacia la perforación de un misterio, (el recorrido de Portezuelo a Malanzán de noche, siempre me produce la misma sensación).
Llegué. Llamé (ahora sentía una especie de temor de encontrarlo). Esperé nuevamente… (en realidad, creo que estaba deseando no encontrarlo). La niñita primero (“to¬davía estoy a tiempo de irme”, pensé, pero no hice nada por moverme); la mujer de las manos a medio secar después; y, por fin, palabras para mi expectativa:
—Mire, ¿usted sabe? Vino. Pero como no pudo con un to¬ro medio malo, lo dejó atado para poder bajar los otros. Y ahora se ha vuelto a guerrear con el remolón, porque tiene miedo que esta noche le corte el cabestro... Disculpe... ¿sabe?
Mientras escuchaba la accidentada explicación, había estado tenso, con evidente temor de enfrentarme a Filemón Gómez; de toparme con la realidad de su existencia, de poner fin a tantas imaginaciones por él convocadas.
Saludé apresuradamente, una suerte de conformismo comenzó a aflojar los músculos, a disminuir el ritmo de la respiración, a calmar la intensa agitación interior. Cuando llegué al automóvil, era una especie de alegría la que me embargaba. Sólo después, un buen rato después, y ya circulando sin tiempo entre los muros abismales, despuntó el asomo del entendimiento: hechura de nos¬tálgicos ancestros; de trinos de pájaros libres, de tierrales cargados de historia, el Filemón Gómez que yo buscaba no podía ser hallado de otro modo. Existía, sí. Pero allá arriba, pastoreando los misteriosos silencios de esta zo¬na rural. Allá, trajinando con su toro malo, cómplice de la vocación de eternidad que lo sostiene. Allá, en la evocación de su innecesario sombrero rozando el cielo ahora dormido. Allá. Solo. Con su inconsolable insisten¬cia de seguir viviendo antes del ferrocarril, antes de la ta¬la de los bosques; y de los hombres; y de las almas aquí en La Rioja.
RICARDO MERCADO LUNA
(Primer Premio Concurso "Provincia de La Rioja"- 1983)

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